martes, septiembre 05, 2006

Nueve litros de amor

-Hola, soy Amparo Morales.
-Desde hace cinco años no recibo visitas, la última fue mi madre, para decirme cuánto me odia.
-Quiero escuchar de tus labios la historia, son treinta y cinco años. Lo merezco.
-Treinta y cinco años y todavía no dejo de recordarlo. Siempre estuve enamorado de tu padre, pero mis intenciones nunca fueron más allá de una amistad. Amparo solía sonreír. Qué linda sonrisa, era fría y sensual, pero linda.
Él tuvo un cambio repentino. Buscó mi ayuda y entenderás que no pude negarme. Al principio no tenia claro lo que haríamos, pero de la muerte de tu madre estaba seguro. La cité en casa con la excusa de hablar, quería verla, tratar de calmar mí culpa a causa del amor que sentía por tu padre. A partir de ese momento todo comenzó a hundirse. Hablamos, lloramos, me dijo que ya no lo amaba, que su matrimonio era una farsa. Quería dejarlo, pero él no lo permitiría. Pidió mi ayuda y apoyo. Por un segundo quise advertirle de lo que pasaría, sin embargo mi cobardía no lo permitió porque dentro de mí habían dos grandes secretos: el amor por su marido y su propia muerte.
Carlos siempre conoció mis debilidades, en el fondo sabía de la exiastencia de mi marica incontrolable, entonces se adelantó. Mientras ella se secaba las lagrimas en el cuarto, él entraba por la cocina. Fue rápido, se abalanzó sobre ella, la golpeó y la asfixió con una bolsa plástica. Juntos la metimos en la camioneta, fuimos a la Villa para poder desmembrarla. Sí. Desmembrarla. No fue sencillo, cada parte del cuerpo complementa a otra, me costó asimilar aquel acto de salvajismo pero el amor por él me ayudó. Tu padre, completamente fuera de sí dispuso los pedazos por forma y tamaño: manos, piernas, brazos, tobillos y por último el tronco. Fue la parte más complicada porque tuvimos que dividirla en cuatro partes. Con tranquilidad él hirvió cada una de las piezas que confromaron el cuerpo de tu madre durante cuatro horas. Ese olor nauseabundo a carne imitación comida me desquició, todavía lo puedo sentir.
El resultado fueron nueve litros de agua levemente amarilla, él bebió y me pidió que bebiera también. Lo hice sin placer, pero lo hice. Me sentí en una gran cena infernal con Bruto, Judas, Nietzsche y Hitler.
Tomé tres bolsas con restos y los llevé a lugares distintos, él se llevo lo demás. Concluimos en cruzar la frontera, pero todo fue un engaño, no pude descifrar la mente de tu padre, lo amé pero nunca lo comprendí.
Recuerdo ver el noticiero, lo encontraron vivo, lleno de sangre, su propia sangre y su lengua en la mano. En una carta describió el crimen, explicaba lo sucedido y mi total complicidad. Al enterarme quedé atónito, sin habla.
Fue encerrado con la suerte de ser declarado loco. Mi abogado también consiguió que me declaren insano y fui recluido en el mismo pabellón que él. Fue suerte, supongo, pero no para él porque en cuanto pude lo estrangulé. Murió con los ojos abiertos. Mi madre me dijo una vez: las perso-nas que mueren con los ojos abiertos, nunca descansaran en paz. Al ver sus ojos mi satisfacción fue mayor.
-¿Y la cabeza de mi madre?
-No lo sé, esa parte se la llevó él.
-No te culpo por amar, no te juzgo. Cumples cadena perpetua y nada importa en tu vida. Sólo te pido que me cuentes esta historia todos los jueves de visitas, hasta que finalicen tus días.

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